Beata Julia Rodzińska
En este mes de febrero, nos ponemos bajo el patrocinio de esta beata mártir polaca, educadora y maestra de niños.
El 16 de marzo de 1899, en Nawojowa, nació Stanisława Maria Józefa Rodzińska, segunda hija de Michał Rodziński, organista en la parroquia, y su esposa Marianna Sekuła. Los cinco hijos del matrimonio quedarían huérfanos muy pronto; y como la familia no pudo cuidar de ellos, el párroco P. Żabecki y la superiora de la comunidad de hermanas dominicas que trabajaban en su pueblo, se hicieron cargo de los niños: ellos (Julian y Ludwik) fueron criados por por la familia Nowakowski; y las niñas (Stasia y Janina, de solo 4 años) fueron acogidas por las Hermanas.
A pesar de su enorme talento y de sus éxitos académicos, Stasia decide interrumpir sus estudios, y en agosto de 1916, con 17 años, comienza su postulantado con las religiosas que la había acogido: la Congregación de Hermanas de Santo Domingo (Sorores Ordinis Sancti Dominici in Polonia), un instituto de vida apostólica y fundado por la religiosa polaca Róża Kolumba Białecka (1838-1887). Un año después, el 3 de agosto de 1917, recibió el hábito blanco y un nuevo nombre: María Julia.
En el período de entreguerras, Polonia renació después de más de un siglo de inexistencia. Tuvo que reconstruir sus estructuras políticas y sociales. Las Hermanas Dominicas participaron activamente en este proceso. Un ejemplo es la misión de Mielżyn, cerca de Gniezno, en el territorio de la antigua partición prusiana. Allí organizaron y gestionaron un hogar para huérfanos, procedentes de Lituania. La hermana Julia fue enviada a Mielżyn con un grupo de hermanas que, con eficacia y gran creatividad, organizaron el monasterio y la institución.
Desde el inicio de su carrera, la Hermana Julia se caracterizó por su capacidad para empatizar con las necesidades de sus alumnos; era cálida y considerada con ellos. Amaba con un amor sabio y exigente, que ayudaba a superar las dificultades y las heridas derivadas de la orfandad.
Enviada a Rawa Ruska, una alumna da este testimonio de esta época: “Era una profesora justa, seria y muy exigente. Tomaba sus tareas muy en serio. Siempre estaba preparada para las lecciones, y esperaba lo mismo de nosotros. La hermana Julia era una gran profesora. Era equilibrada, serena, nunca levantaba la voz, y gozaba de un gran respeto por parte de sus alumnos, y de un gran amor”.
Pronto es trasladada a Vilna, donde pasará los siguientes veintidós años de su vida. En 1926, la hermana Julia recibió el certificado del Curso Superior de Formación, un título accesible sólo a los profesores más destacados, sobre los que el Reglamento Ministerial de la época establecía que debían poseer «cualificaciones superiores a las normales» y talentos especiales.
Así, no es de extrañar que a la Hermana pronto se le confiara el papel de directora de la Escuela Estatal. Al mismo tiempo, participa en el Orfanato y da conferencias en la escuela que prepara a los futuros maestros. Enseñaba polaco, religión e historia. Se la recuerda como una profesora exigente y justa; con un trato espontáneo y cordial.
En septiembre de 1940, en plena guerra, los nacionalistas lituanos despiden a todas las religiosas que trabajan como maestras. Las Dominicas se ven obligadas a buscar refugio y empleo clandestino. Aquí, además de continuar enseñando, organiza la distribución de alimentos para sacerdotes jubilados privados de medios de subsistencia. Era esta una tarea muy peligrosa, ya que existía el riesgo de ser acusado de contrabando; y el castigo era la muerte.
El 12 de julio de 1943, la Gestapo arrestó a Sor Julia junto con otras tres hermanas dominicas y la encarceló en su prisión de Łukiszki en Vilna. A diferencia de sus compañeras, que fueron liberadas después de pasar un mes en pabellones colectivos, la hermana Julia fue puesta en régimen de aislamiento. La “sala de aislamiento” era un armario de cemento de un metro cuadrado, con escasa entrada de aire fresco, en el que uno sólo podía sentarse sin cambiar de postura. La hermana está acusada de actividades políticas y de contactos con partisanos polacos. A pesar de las torturas utilizadas contra ella y la presión del aislamiento, no se derrumbó ni espiritual ni físicamente. No delató a nadie durante los interrogatorios, y no admitió los cargos que se le imputaban. Por la breve información que llegó al Generalato, se sabe que sufrió mucho, pero tenía una fe inquebrantable en la Divina Providencia. Uno de los prisioneros que conoció a la Hermana cuando la sacaban del régimen de aislamiento manifestó más tarde cómo su rostro irradiaba paz y recogimiento, lo que se convirtió en una inspiración para otros prisioneros.
En julio de 1944, la llevan en un transporte de presos políticos al campo de concentración de Stutthof, cerca de Gdansk. Tras varios días de viaje en vagones de ganado abarrotados, acabó como preso político aislado del resto por alambre de púas de alto voltaje. Era una parte del campo destinada al exterminio rápido, donde la brutalidad inimaginable en el trato a los prisioneros y el hambre eran la norma. Sometida a las condiciones extremas del campo, demostró el heroísmo de su espíritu, su disciplina interior y su profunda vida de fe. Allí organizó y dirigió la oración comunitaria. Soportó las penurias del campamento con calma y con la oración en los labios. Los exprisioneros destacaron que ella rezaba constantemente y animaba a los demás a hacer lo mismo.
Su autoridad espiritual se irradiaba ampliamente, incluso a los funcionarios de la prisión. Un día, durante una inspección rutinaria en el campo, observan a la hermana dirigiendo una oración. Esta situación inusual y peligrosa termina con los funcionarios retirándose silenciosamente, sin que la Hermana interrumpa su oración.
Tenía grandes deseos de recibir la Sagrada Comunión. Y procuraba unirse espiritualmente a las Misas que se celebraban en los diversos lugares. Siempre que era posible, también transmitía mensajes secretos rogando que viniera el sacerdote. Arriesgó su vida para recibir los sacramentos.
Deseosa de servir a los demás, de hecho, ella misma los busca. Les enseñaba a aceptar los planes desconocidos de Dios, a orar y a perdonar a quienes causan sufrimiento. Constantemente se fijaba en las personas más débiles, más necesitadas, a las que daba ropa de abrigo o con las que compartía su ración de comida. Ewa Hoff describe así un caso: “Me tocó suavemente, como sólo una madre podría despertar a un niño: «Tengo algo de sopa para ti y me gustaría que la comieras mientras aún esté caliente. Esa es la única razón por la que te desperté»”.
Una de las enfermedades más peligrosas del campo era el colapso mental. Pero en la hermana Julia tuvo el efecto contrario: despertó en ella el deseo de perseverar y sobrevivir. Las veladas de oración que organizaba daban como resultado una energía espiritual renovada e introducían a los presos en el mundo sobrenatural.
Realizó obras de misericordia en un campo donde se había olvidado incluso que la misericordia existía. Siempre encontraba las palabras adecuadas y alentadoras para los que tenían el corazón roto. Al enterarse del plan de suicidio de un prisionero cuya esposa se alojaba con ella, le envió mensajes secretos, hasta que él prometió no quitarse la vida. Aquel prisionero sobrevivió al campo, y testificó que fue Sor Julia quien despertó en él la esperanza de vivir.
En noviembre de 1944, otra epidemia de tifus estalló en el campo, que se propagó principalmente entre las mujeres, agotadas por el trabajo duro y el hambre. Fiel a su actitud anterior, Sor Julia decide estar cerca de los moribundos, sacrificando su vida consciente y voluntariamente. Las enfermas eran abandonadas a su suerte, aisladas de las demás, esperando la muerte en condiciones inhumanas. Una de las prisioneras polacas, tan devastada por el tifus que se la consideraba muerta, fue rescatada de la pira de holocaustos en el último momento.
Los enfermos la llamaban por su nombre, y sabían que tendían de ella una palabra amable. Irradia bondad y una sensación de seguridad, llevando a todos la esperanza en que ella misma vive. Contagiada de tifus, murió el 20 de febrero de 1945. Las prisioneras que yacían a su lado escucharon la oración, recitada en voz baja hasta el final. Cuando el silencio cayó sobre la litera de la Hermana Julia, comprendieron que había pasado a la eternidad.
Cuantos conocieron a aquel “ángel de bondad” (como alguno la definió), nunca olvidaron la impresión que les causó. En uno de los testimonios leemos: “La veo con mis ojos, como si estuviera parada frente a mí. Siempre tendré esta imagen en mi mente: arrodillada sobre una viga de madera, de pie, con la cabeza levantada y la mirada fija en el infinito… Nuestra hermana Julia”.